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Júlia Junqueras Font Familiar de persona muerta por suicidio

«La historia de mi padre es mi historia»

Júlia Junqueras Font

Hace un tiempo leí una frase que me marcó mucho. Decía que, en realidad, los humanos no estamos hechos de átomos, estamos hechos de historias. Me permití la libertad de interpretar que todo lo que vivimos y sentimos a lo largo de nuestra vida es lo que nos acabamos llevando cuando nos vamos. ¿De qué sirve conocer y formar parte del entorno, si no te llevas un pedacito de cada uno cuando dejas de existir? Me llamo Júlia, tengo 28 años y soy enfermera. Nadie, cuando somos pequeños, nos cuenta que la vida, que está llena de historias magníficas, también nos trae historias no tan bonitas. Pequeños argumentos que se van juntando para acabar formando un cuento que solamente nosotros tenemos el poder de decidir qué final tendrá.

Mi padre, papá, se suicidó cuando yo tenía dieciocho años. Yo justo empezaba la universidad y recuerdo que «cuando todo ocurrió» solo deseaba que todo se detuviera. Al despertarme, no entendía cómo el mundo podía seguir girando: las tiendas abrían sus persianas, los periódicos publicaban noticias y las clases en la universidad seguían con normalidad. Un amigo me dijo que si el mundo no siguiera girando a nuestro alrededor, nunca encontraríamos otra salida. No volveríamos a ver entrar la luz por ninguna ventana y no intentaríamos abrir ninguna puerta. Esto me ayudó hasta tal punto que seguí la corriente de todo lo que me rodeaba. Decidí intentar atrapar el ritmo que la vida me imponía para no desmoronarme, porque sentía que, si caía en ese momento, difícilmente podría volver a levantarme. Yo vivía fuera de casa, fuera del nido, lo llaman, y eso me facilitó no negarlo, pero sí evitarlo. Me convencía a mí misma de que había sido un accidente, un acto involuntario en un momento de máxima debilidad. Con el tiempo y una terapia magnífica, me he dado cuenta de lo equivocada que estaba.

En profundidad

Si estoy escribiendo esto es gracias a que un día mi padre me enseñó que siempre tenía que fijarme en los pequeños detalles. Sería muy injusto para él hablar de su trastorno sin que conozcáis una breve historia de su historia. Era una persona muy valiente, bromista, inteligente y culta. Conseguía todo lo que la vida le proponía y, como hacemos todos por error, se decía que podía con todo. No podemos con todo y, faltaría más, no pasa nada. Era una persona que dejaba marca y que todo el mundo quería tener a su lado, porque sumaba. Te sumaba lecciones para, sin quererlo, disfrutar de los grandes momentos. Había sufrido alguna otra depresión durante mi infancia, pero por desconocimiento nunca llegué a preocuparme. Algo puntual, decíamos, y ni los psiquiatras lo veían venir.

Recuerdo que no me atrevía a hablar con nadie, fuera de casa, de lo que le pasaba a papá y, aunque con mi madre y mi hermana siempre ha sido un tema abierto e incluso fácil, pocas personas más sabían lo que ocurría. Nadie en la escuela me había dicho que la depresión podía ser tan agresiva y tan letal. Recuerdo sus últimos días como máximo exponente de la tristeza, el hundimiento y, sobre todo, el cansancio. Cansado de sufrir.

Era mi padre y nunca más he conocido a nadie como él. Fue fiel a sus principios hasta el último momento, incluso cuando no veía el sentido a continuar ni el fin en el sufrimiento, y decidió parar. Quizás vio que aquí ya no era su sitio o que su dolor era tan grande que no podíamos ni medirlo, ni solucionarlo ni abarcarlo. Y decidió llevarse el dolor al otro lado, con el posible error que ese dolor le arrastró a él.

El estigma se suma al dolor de la pérdida

Al principio la gente se preguntaba: «¿cómo ha podido hacerlo, si lo tenía todo?» Y éste es el gran error de la historia. Sentía que aparte de lidiar con la pérdida de mi padre, la pena y el choque, tenía que gestionar la «vergüenza» o el «enfado» por lo que pensarían los demás de él. Sabía que la mayoría de la gente se preguntaría qué clase de persona deja dos hijas adolescentes, y yo solamente podía pensar en lo equivocados que estaban. Es duro, y sobre todo cansado, tener que gestionar tantas emociones malas y, sobre todo, emociones que nunca te habían enseñado que existían. Encontraba muy injusto que él se marchara con esa imagen tan equivocada que a todos se nos queda cuando alguien se suicida. Quizá esta es la razón por la que estoy escribiendo esto, quién sabe. Lo que si sé es que si no empezamos a hablar de ello, la gente que lo sufre, protagonistas y familiares, siempre estaremos marginados.

Sentía que aparte de lidiar con la pérdida de mi padre, la pena y el choque, tenía que gestionar la «vergüenza» o el «enfado» por lo que pensarían los demás de él

Por suerte, en casa, en pequeño comité, nos sentíamos libres para hablarlo con normalidad. Con mamá y Gemma, mi hermana pequeña, hicimos una piña indestructible. En ciertos momentos, incluso decíamos en voz alta: «Anda, papá aquí sí estaría contento». Y sonreíamos. Porque él ya había llorado lo suficiente. Creo que no hay mayor homenaje que tenerlo presente. Tampoco nos sentimos nunca culpables por nada, y al menos evitábamos la pregunta de: «¿Qué es lo que no supe ver?» Esto dio más espacio al dolor y a la rabia del choque inicial, pero qué queréis que os diga, la culpa debe ser agotadora.

Aprender a perdonar

Durante estos más de diez años he tenido etapas de todo. Durante un tiempo estuve viviéndolo un poco como tercera persona. Le sentía cerca, pero el dolor era tan incontrolable, tan profundo, tan rabioso, que lo evitaba. Hasta que exploté. Empecé terapia individual nueve años después de su muerte, y esta terapia individual me llevó a conocer y hacer algo que nunca hubiera pensado que haría: terapia de grupo.

Durante un año, esto no solo me ha ayudado a entender el porqué, sino que también el para qué de las cosas. He cogido la sartén por el mango y he podido girar bien la tortilla. ¡Y no sabéis lo que había en el otro lado! Al final, tenemos tantas perspectivas que únicamente se trata de elegir los ojos adecuados. Una mirada que te permita ver las cosas de una manera que te ayude a vivir tranquilo.

Saber y entender que él nunca tendrá que pedirme perdón porque sé que lo intentó hasta el último momento, y encontrarle un sitio sin que ese sitio me destruya por dentro ha sido una victoria para mí

Una de las cosas que más miedo me daba era no llegar a perdonarle nunca, sobre todo, no saber perdonarle. ¿Cómo podía permitir que alguien nos hubiera abandonado así? Que egoísta, ¿no? Pero con el tiempo y con ayuda he logrado legitimar su muerte dentro de mí y, al hacerlo, siento que se ha convertido en alguien más digno que merece ser respetado. Saber y entender que él no tendrá que pedirme perdón nunca porque sé que lo intentó hasta el último momento, y encontrarle un sitio sin que ese sitio me destruya por dentro ha sido una de las victorias más bonitas que podré conseguir nunca. He entendido que es una decisión muchas veces meditada, voluntaria por parte del trastorno y, sobre todo, evitable.

No sé ni dónde ni cómo es la clave que te permite abrir la puerta adecuada, aquella que, mientras el mundo gira, te das cuenta de que habían puesto para ti. Tampoco creo que tengamos que esforzarnos mucho en encontrarla, ya que esta clave la vamos construyendo nosotros mismos mientras avanzamos. El paso de los años me ha ayudado a entender que cuando el tiempo no es capaz de curarlo todo, sí consigue ponértelo un poco más fácil. Los meses de terapia me han ayudado a confiar más en mí misma, me he atrevido a exteriorizar la ansiedad y la rabia que sentía de una forma más plana e incluso dulce para los que me rodean, y he aprendido a no sentir celos de la gente que me ama, pero que lo tiene todo. En cierto modo, yo también lo tuve, y lo sigo teniendo, aunque de una manera muy diferente a la que nos tienen acostumbrados.

La importancia de pedir ayuda

Lo que hizo mi padre me ha ayudado a entender que si en algún momento de mi vida siento que algo no funciona, tengo que pedir ayuda. Porque, aunque nosotros somos fieles a nuestros pensamientos, a veces estos pensamientos pueden traicionarnos. Así que no podemos permitirnos pasar nada por alto, decir algo así como: «ya se me pasará, es una mala racha». Porque para querer ser atrevidos, y quizá a la vez cobardes, el equilibrio que tenemos no es constante y a veces necesita un pequeño empujón de alguien externo que nos ayude a mirarlo todo desde otra perspectiva. Es decir, a dar la vuelta a la tortilla.

Viéndolo con más calma, y sobre todo en primera persona, me he dado cuenta de que si quería entender la muerte de mi padre, tenía que hablar del suicidio con normalidad, y me ha ayudado mucho investigar y aprender sobre la depresión. Llegar a la conclusión de que mi objetivo no es entender por qué lo hizo, pero sí comprender que el sufrimiento puede llegar a ser insoportable. Y el sufrimiento, en distintos exponentes, se puede tratar.

Lo que hizo mi padre me ha ayudado a entender que si en algún momento de mi vida noto que algo no funciona, tengo que pedir ayuda

Ahora, intento mantener los recuerdos vivos por él, quiero luchar por él, y sé que viviré por él. Porque la batalla puede perderse, pero la guerra nos conviene ganarla, a mí y a mi familia. Estoy contenta porque ya no necesito conectar con el dolor para conectar con él, y ha sido cuando he abierto un poco más la mente, cuando he conseguido visibilizar los pequeños detalles que me aseguran que todavía, en cierto modo, está presente, cuidándome y alertándome de que todo en esta vida pasa, menos el amor.

Hacer todo este proceso no es nada fácil, pero es liberador. Como decía mi psicóloga, he ido vaciando la mochila, poco a poco, para no perder el equilibrio. Ahora me siento descansada, entiendo mejor algunos comportamientos que tenía, y no os engañaré, la tristeza, en cierto modo, se ha quedado conmigo. Espero y deseo que, al igual que la rabia, vaya cambiando de forma para que llegue el día que solo me quede echarlo de menos.

Al principio decía que creo que estamos hechos de pequeñas historias. Él tenía una de muy grande e importante, y ha dejado un legado imborrable. Fue una persona valiente, muy valiente, de hecho, que nos dejó todo lo que sabía para una lucha que no nos enseñan cómo se gana. Pero, en cierto modo, me siento afortunada, porque mis primeros dieciocho años tienen dos historias distintas, una como vivencia y otra como recuerdo. Y para mí esto, de momento, es suficiente.

 

Este testimonio es posible gracias a Después del Suicidio - Asociación de Supervivientes (DSAS).

Este contenido no sustituye la labor de los equipos profesionales de la salud. Si piensas que necesitas ayuda, consulta con tu profesional de referencia.
Publicación: 22 de Mayo de 2023
Última modificación: 7 de Noviembre de 2023

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